Ayer acabó la cuarta temporada de Californication, y lo hizo con un season finale que por momentos pareció más una despedida y cierre que un continuará. Menos mal que sabemos desde enero que tendrá un quinto año, porque si no hubiera sido un final bastante frustrante.
Desde el punto de vista formal ha sido un episodio bastante raro, que en algunas escenas se ha atrevido a romper ciertos moldes que aún siendo la serie que es parecían inamovibles. Por ejemplo, aunque sí es cierto que Californication usa en extremo el recurso onírico para representar deseos, ansiedades y preocupaciones varias (recordad que la serie empieza con el famoso sueño de la monja y la mamada, al que han vuelto en el penúltimo capítulo), nunca habían tirado de la fusión de metraje como símbolo de evolución de personajes. Sin embargo, también ha tenido otros momentos que resumen perfectamente la esencia de la serie, y estoy mirando en concreto a esa cena de celebración del inicio del rodaje de Fucking & Punching. Fue a la vez trágicamente graciosa, tristemente honesta y visualmente impactante. El problema que tuvo esa escena es que no fue capaz de construir una tensión adecuada a lo que estaba en juego, al momento resolutorio de la temporada entera, una vez que ya estaban sentados a la mesa a pesar de intentarlo con esas conversaciones en el porche de la casa de Stu; y este es un asunto que lleva arrastrando durante toda esta tanda de capítulos: quiere crear un vínculo emocional con el espectador para que a éste le importe algo lo que está viendo sin perder el ritmo rápido que le caracteriza, pero simplemente no puede. Intenta reinventarse, pero sólo recicla cosas ya vistas o directamente las coge de otras series: el «You Can’t Always Get What You Want» de los Rolling Stones se usó de la misma manera como mínimo en House hace ya unos cuantos años, y coche por la carretera recuerda a Six Feet Under una barbaridad.
Así a todo, desde el lado argumental, estos doce episodios no han hecho más que confirmar lo que ya sabíamos: Californication es una historia de amor paternal disfrazada de gamberrismo visual y emocional. Al hacerse Becca cada vez más mayor, Hank puede hablar con ella aún si cabe más de tú a tú, y la chiquilla es al fin y al cabo quien actúa de Pepito Grillo y es ella por quien Moody se plantea lo que está haciendo con su vida, si merece la pena llegar a la autodestrucción total dejándose a su hija por el camino. Es otra cena, esta vez con los cuatro mosqueteros (Karen, Hank, Runkle y Marcy) creo que es en el capítulo diez, en la que definitivamente se explota la sabiduría vital de Becca, y es ella quien trae la nostalgia de tiempos mejores sin dejar de señalar que el cambio es necesario. Pero por supuesto, tanta ida y venida emocional le pasa factura, y cada vez es más clavada a su padre con esa alma atormentada que se refugia en los vicios para escapar de los problemas.
De hecho, en este capítulo final se le pregunta a Hank por qué quiere tanto a Karen, y él contesta que no lo sabe. Mi teoría es que sí, la quiere, pero si no fuera porque es la madre de Becca el escritor no hubiera luchado tanto por ella. Por cierto, la serie casi siempre nos pinta a Moody como culpable de todos los problemas de la relación. Fue agradable ver durante el testimonio de ella en el juicio cómo la abogada le saca los colores y deja caer que igual la rubia también está un poco loca y tiene al menos algo de culpa de lo que hay.
En el otro frente, Marcy, Runkle y su reto de tirarse a 100 mujeres, cada una más trallada que la anterior. Lo del hijo estaba visto en el momento en que se nos dio a conocer que la vasectomía podía no estar bien hecha, no digáis que no. Todo lo que pasó desde ahí hasta el final sólo fueron obstáculos metidos de manera que se pudiera retardar la resolución de esa trama.
En definitiva, una temporada bastante buena a pesar de no llegar a estar por encima de la magnífiquérrima Season 1 y aunque con ella la serie empiece a dar muestras de cierto cansancio. El año que viene podría ser uno perfecto para darle el cierre definitivo sin dejarnos con la típica sensación de serie chicle.